Reseña de una excursión a “Las Huertas del Diente”
Aquí les narro la reseña que presenté a mis compañeros de Prepa:
Primeramente se prepara uno para salir de excursión con ropa apropiada para caminar como son botas de montaña flexibles y suaves en su interior y con suela antiderrapante y además debe uno de llevar una mochila cómoda que tenga tirantes amplios para que no cale en los hombros y distribuir muy bien su contenido para que no cale en la espalda los objetos duros.
Una vez que empaca todo uno de acuerdo al numero de alimentos que tiene uno pensado hacer, en este caso, saldríamos un sábado por la tarde y regresaríamos el domingo por la tarde, por lo que sólo llevamos lo necesario para la cena del sábado que normalmente consiste en salchicha, frijoles, tortillas y café; el desayuno del domingo que normalmente es a base de huevo con salchicha, frijoles, tortillas y café y la comida del domingo que normalmente consiste en carne seca, huevos, tortilla, frijoles y café, abordamos un autobús denominado Transportes Villa de Santiago y nos bajamos en un punto denominado “El Puerto” que está un kilómetro delante de la entrada a “Valle Alto” y de ahí, caminamos cerca de siete kilómetros por un camino de terracería que conduce al antiguo poblado de las Minas de San Pedro y San Pablo en donde se encuentran las antiguas casa de los mineros que anteriormente explotaban esas minas con yacimientos de “blenda”, “galena” y “pirita”.
En ese antiguo poblado minero, se encuentra una hermosa mini capilla de madera donde hace uno un pequeño alto para hacer una oración, ya que la capilla invita al recogimiento.
Al reanudar el camino, ya comienza uno a iniciar el ascenso y pasa uno frente a las entradas de las minas, ya en desuso y posteriormente, entra uno a un angosto cañón que bordea la parte inferior del pico denominado “El Diente”, llamado así por su forma tipo un diente humano, y al ir avanzando se topa uno con una enorme roca de varias toneladas de peso y que aproximadamente tiene como medidas, veinte metros de ancho por otros veinte de alto y que, al ritmo de los años, quedó atrapada entre las dos paredes del cañón y que a distancia parece que bloquea el paso por el cañón; sin embargo, al aproximarse, se da uno cuenta que puede uno pasar con mucha holgura por la parte de abajo, ya que tiene al menos un claro de cuatro o cinco metros de altura en su hueco inferior.
Una vez que pasábamos por debajo de esa enorme piedra, incrustada en el angosto cañón, tomábamos una vereda que iba subiendo por el lado derecho del cañón, la cual yo subía con un paso constante sin detenerme a descansar, por lo que mis compañeros de excursión fácilmente me dejaban atrás; sin embargo, al poco rato los alcanzaba cuando se paraban a descansar y yo continuaba mi camino sin detenerme, y al final, todos legábamos al mismo tiempo; sin embargo, ellos cansados y yo sin cansarme tanto.
Recuerdo que en una parte del camino de ascenso, se ponía uno a jugar con el “eco” del cañón, lo cual nos resultaba muy divertido.
Al terminar el ascenso, seguíamos una pequeña vereda que nos conducía a un pequeño paraje con pasto natural y árboles frondosos y, por supuesto, con un delicioso ojo de agua que nos proveía de ese vital líquido, y ahí establecíamos nuestro campamento.
En una ocasión, al llegar a ese paraje y exclamar: “ya llegamos”, uno de los compañeros, que era su primera visita, exclamó: “Marcos, aquí no hay nada”, a lo que yo le respondí: “qué esperabas encontrar: un Sanborns”; lo que pasa que esa persona no sabía apreciar la belleza de la naturaleza.
Una vez que nos instalábamos, subíamos un poco más por una pequeña vereda para apreciar una vista panorámica impresionante, una vista de todo el valle y parte de Monterrey, y ahí había una pequeña cruz y un libro de “visitas” en una lata de lámina volteada al revés para que no se mojara en caso de lluvia.
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