
Foto tomada al Kiosco o Palapa de la casa de campo en San Nicolás de los Garza, N.L. el día de la gran nevada de Monterrey el mes de Enero de 1967
Gratos recuerdos tengo en mi memoria de una casita de campo que mi Padre adquirió en el vecino municipio de San Nicolás, a la que íbamos todos los domingos y en verano nos mudábamos a vivir ahí todo el verano.
Mi Padre la llamó “La Chicharra” ya que era tal la abundancia de estos animalitos que a plena mediodía su ruido era tal que a momentos nos parecía que jamás iba a terminar, ya que bien un grupo de estos animalitos terminaba su “concierto”, cuando otro ya lo estaba iniciando.
Mi Padre, con su siempre buen sentido del humor, le colocó un letrero de madera a la entrada de “la Chicharra” que decía: “Hacienda La Chicharra” 300,000 Hectáreas con una flecha horizontal en la parte inferior de izquierda a derecha que luego subía hasta la parte superior derecha del anuncio, por lo que los incautos que preguntaban si era cierto lo de las 300,000 Hectáreas, les respondía que sí, sólo que eran hacia arriba, ya que el terreno sólo contaba con casi cuatro hectáreas.
La casita tenia todos los servicios y tenía una palapa grande hecha con troncos de chijol, un árbol muy duro y resistente y techo de palma que impedía que el calor de verano con su sol inclemente nos calentara en ese lugar que permanecía fresco; además, contaba con una pila de concreto donde podíamos nadar y además servía para regar un pequeño huerto de maíz y calabacitas que disfrutábamos las primeras asadas en forma de elote y las segundas en guisados y además nuestra Madre nos hacía quesadillas de flor de calabaza.
Contaba además el lugar con una vaca que nos proveía de leche bronca, la cual la hervíamos y podíamos saborear unos deliciosos tacos de nata y además había gallinas ponedoras las cuales nos proveían de huevo para comer y además para vender, ya que se producían cerca de 600 huevos diarios que se vendía entre los vecinos.
Por las mañanas nos íbamos a nadar a la alberca un rato para luego, por medio de una cubeta en la que sacábamos agua de la alberca, nos enjabonábamos y de esta forma nos bañábamos.
Por las mañanas, después de un suculento y abundante desayuno, íbamos en nuestras bicicletas a la colonia vecina a hacer mandados de súper en la única tiendita del lugar.
Cerca del medio día, nuevamente nos bañábamos en la alberca para luego comer abundante y por la tarde, descansábamos un poco y luego, al atardecer, rociábamos un poco de agua al derredor de la palapa para mitigar un poco el polvo y el calor.
Al anochecer, se podía apreciar todo el campo resplandeciente lleno de pequeñas luciérnagas que alumbraban con sus luces intermitentes.
Ya por la noche, poníamos varios catres de lona tipo “de tijera” en la palapa y además poníamos unos mosquiteros que llamábamos “pabellones” para protegernos de los mosquitos.
Yo siempre me dormía temprano cerca de las nueve de la noche, no importando si estaba prendida la luz o si alguien estaba platicando.
En fin, pasábamos unos veranos inolvidables y divertidos.
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