jueves, 17 de junio de 2010

Mi infancia y adolescencia en Monterrey:

Dediqué mucho espacio para describir, al menos en parte, mis visitas a Cd. Valles, que llenaron una buena parte de mi vida con muy gratos recuerdos.

Mis recuerdos del barrio donde crecí:

En esa época en Monterrey, no había televisión, el Dólar estaba $ 8.50, escuchábamos la radio, de bulbos por supuesto y había que prenderla y dejar casi medio minuto a que se calentaran los bulbos para poder escuchar, la marca predominante era “Majestic” , “Philips” y “General Elecrtic” , nuestra entretención era jugar en la bicicleta, escuchar radio; sobre todo los domingos a las 7:30 p.m. el programa de “Cri-Cri” , “El Grillito Cantor” y las radio novelas: “El ojo de vidrio” , “Martín Fierro” (El defensor de los débiles y el azote de los despiadados) “El Secreto de Sotomayor” , “El Conde de Montecristo” , y los domingos escuchábamos: “El pueblo de chupaderos” con Mague Ronquillo, la Orquesta Modelo de Don Fidel Ayala Jiménez ( un optometrista y relojero que tenía como afición una pequeña orquesta de cámara que tocaba música Mexicana antigua, y “La Tremenda Corte” con Rudesindo y Tres patines, un programa hecho por Cubanos que aún se escuchan repeticiones como recuerdo de ellos; todo esto nos despertaba mucho la imaginación, ya que por la entonación de las voces y los sonidos, fácilmente podíamos recrear en nuestra mente lo que estábamos escuchando.

No puedo dejar de mencionar un programa que patrocinaba la fábrica La Imperial que hacía el chicle “Totito” que era toda una delicia y que también fabricaba un dulce de chocolate con cacahuate parecido al babe ruth americano y que se llamaba “Marqués”

Otro de nuestros pasatiempos en Monterrey en las noches de verano era ir a la “Terraza Rosita” a ver películas al aire libre por $1.00 la función y consumir paletas de dulce “gallito”. Cuando amenazaba lluvia, la función no se suspendía y nos pegábamos todos a la pared para no mojarnos tanto; sin embargo, comoquiera terminábamos empapados.

A mi me gustaba cruzar la calle Venustiano Carranza, donde vivíamos, con rumbo al oriente y una vez cruzando la calle, me montaba en mi bicicleta y todo era paz y quietud, ya que en la Col. Maria Luisa y Obispado de aquella época, casi no había tráfico de vehículos, y luego, subía al Cerro del Obispado para luego disfrutar la grata sensación de alcanzar una “increíble” velocidad de regreso con la pendiente natural descendente.

Enfrente de mi casa vivía Guadalupe Guzmán, a quien llamábamos: “Júnior”, que tenía mi misma edad y que al nacer tuvo hidrocefalia y tenía que andar en silla de ruedas y usar aparatos ortopédicos para sus piernas y que sin embargo, para mí no representó eso ningún problema, ya que de muy niños jugábamos a los carritos en el suelo y luego, un poco más grandes, paseábamos juntos por el barrio, el en su silla de ruedas y yo en mi bicicleta e incluso, tenía tanta fuerza en sus brazos que fácilmente podía seguir al ritmo de la bicicleta; obviamente, le guardaba consideraciones, el siempre fue una persona muy juiciosa y nunca se quejó de su situación, y en su casa, sus Papás, hermanos y hermanas, siempre nos atendían muy bien y yo siempre lo invitaba a mis fiestas de cumpleaños e incluso fue a mi boda y, luego, ya de casado, a mi regreso de Tampico, lo invité varias veces a cenar a la casa. Falleció a la edad de 35 ó 36 años, nunca pregunté de qué, y su muerte me afectó como una pérdida muy particular ya que siempre lo aprecié mucho, ya que fue amigo y compañero desde mi infancia.

Cerca de mi casa había un molino de nixtamal; para las nuevas generaciones que sólo conocen las tortillas ya elaboradas, ya sean de maíz o de harina, les platico que antes, en las casas, se ponía a hervir el maíz con un poco de cal y de sal y una vez cocido, a eso se le llamaba nixtamal y se llevaba al molino para que nos lo entregaran hecho una masa para de ahí hacer las tortillas a mano, las cuales siempre serán más ricas que cualquier tipo de tortilla comprada y hecha a máquina.

También. cerca de la casa había un taller de hermanos zapateros que tenían un taller de reparación de calzado y me llamaba mucho la atención que con un solo motor que por medio de una serie de bandas ponía a girar un eje en el que tenían diversos aditamentos para lijar, pulir, abrillantar, recortar las suelas de los zapatos, podían en un momento reparar al momento los zapatos que uno les llevara y raras veces, los dejabas para otro día.

Junto a ese taller de zapatería, vivía Mague, una persona que se dedicaba a poner inyecciones a toda aquella persona que lo necesitara, y me viene a la memoria que en ese entonces, los doctores recetaban medicamentos que los tenían que preparar en la farmacia y que por supuesto, al disolverlos en una cuchara para tomarlos, aún con un poco de azúcar, sabían horribles y que hacía uno un gran esfuerzo para no devolver el estómago, porque de otro modo, le repetían a uno la dosis hasta que se la tomara finalmente; gracias a Dios ahora hay cápsulas y pastillas.



Mis estudios:

En Monterrey, estudié en el Colegio Franco Mexicano y, al principio, tenía horario mañana y tarde, por lo que las tardes se hacían muy tediosas, sobre todo en época de verano.


Recuerdo que al entrar a segundo año de primaria, comencé a tartamudear, por lo que las risas de mis compañeros no se hacían esperar y eso me causaba mucha angustia, por lo que mi solución que se me ocurrió fue: decirle al maestro: no estudié, y así de esa forma no tenía que hablar y por consiguiente tartamudear; sin embargo, también me costó tener que repetir el quinto año de primaria porque mi aprovechamiento también disminuyó.


Precisamente en mi segundo quinto año de primaria, se inauguró el CUM, y se fueron los grupos de secundaria y bachilleres y en el Colegio Franco Mexicano sólo quedó la primaria, por lo, de un día para otro, fuimos “los grandes” del Colegio

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